Una noche reciente de sábado me
encontré leyendo un interesante ensayo desarrollado por la autora argentina Ana
María Llamazares, quien hace una exhaustiva y profunda reflexión acerca de la
crisis y los cambios que estamos viviendo como sociedad.
"La dimensión espiritual de esta
crisis es la más profunda de todas y la que requiere de una reconexión hacia
aquellos valores basados en un sentido de colectividad que nos ayude a vencer
un individualismo cada vez más enajenante", nos señala esta autora.
Cuando una persona se encuentra
en una crisis vital es preciso que reconozca su presencia para que,
posteriormente, en un proceso que la lleve a su entendimiento, pueda definir el
camino a seguir que le permita continuar con su vida y su autorrealización. De la misma manera, como sociedad debemos de
reconocer que tenemos un serio problema y que, en el tanto lo sigamos
disimulando o ignorando, traerá muy serias consecuencias a muchas de las
generaciones que nos sucederán.
El paradigma cientificista en el
que estamos sumidos nos ha llevado a una ruptura de la conexión del hombre con
la naturaleza, con lo vital y con la subjetividad humana. Con ello se ha
impuesto en nuestros días una concepción que solo da crédito a lo racional y lo
material en donde el sentido práctico de la realidad y del propio bienestar
individual está por encima de cualquier cosa, de cualquier persona o grupo de
personas, continua señalando Llamazares.
En este panorama no es de extrañarse problemas de la talla de la desesperanza (que ya nos advertía Erick From), la soledad, la falta de sentido de pertenencia, entre otros, en el que están sumidas millones de personas o, bien, problemas de carácter político-social como las guerras comerciales, las disuasiones geopolíticas o la falta de preocupación con el tema ambiental.
Las consecuencias a las que se
refiere la autora pasan por un evidente vacío en nuestras vidas en donde nada
de lo mucho que se tiene satisface, lo cual genera angustia y una notable
pérdida del sentido de humanidad. En cuanto a las proyecciones generadas por
esas consecuencias están la “ilusión” de poder ilimitado (y el uso
irresponsable de esta falacia), la depredación ambiental, el consumismo
desenfrenado y, por consiguiente, todas las adicciones generadas las cuales son
tanto de carácter psicológico como espiritual.
La solución propuesta: regresar a
los orígenes más profundos del espíritu humano, a aquellos valores que primaban
lo colectivo por encima de lo individual.
Esta interesante postura tiene
una relación directa con quizás la principal meta que cada persona tiene en la
vida: ser feliz.
A veces pensamos que la felicidad
es algo que depende de la buena suerte, algunos piensan que son merecedores de
ella y esperan que aparezca como por arte de magia. Otras personas, quizás, ni
siquiera se creen merecedoras de vivir felices.
Puede ser que en el devenir de
nuestra vida se nos presenten oportunidades, pero ello no es suficiente ya que
hay que favorecer esas oportunidades para convertirnos en personas felices. Si
no intentamos ser felices, si no hacemos nada, las probabilidades de éxito en
este sentido se reducen a cero. De ahí
la importancia de percibirnos como agentes de nuestra propia felicidad.
Sobre este tema ya tiene algunos años investigando y escribiendo Sonja Lyubimirsky, psicóloga ruso-norteamericana, quien plantea una muy interesante teoría en su libro “La ciencia de la felicidad”.
Según diversos estudios que ha
realizado, el 50% de la felicidad que sentimos depende de nuestros genes y solo
un 10% de ella depende de nuestras circunstancias vitales (todo lo que nos ha
sucedido en el pasado). Sin embargo, el restante 40% de la ecuación que plantea
depende exclusivamente de las acciones que emprendamos diariamente de forma
consciente, lo cual quiere decir que casi la mitad de la felicidad que
experimentamos depende de lo que hacemos para obtenerla.
La autora llama a esto la
"solución del 40 por ciento", lo cual nos conduce a señalar que la
construcción de la felicidad sí puede depender de cada persona.
Esto nos permite tener la certeza
que podemos llegar a ser felices y que vale la pena esforzarse no por la
"búsqueda de la felicidad", porque, según su planteamiento, ni es un
golpe de suerte ni es heredable ni tampoco algo que se nos haya perdido.
La felicidad no depende del
dinero, ni de cosas materiales ya que esto lo que genera es un estado de
alegría momentáneo o, incluso, pueden ser fuentes de infelicidad. Según un
estudio que se desarrolló en los EEUU, las personas más ricas de ese país (que
ganan más de 10 millones de dólares al año) reconocieron un nivel de felicidad
personal apenas ligeramente superior al de los empleados administrativos y los
obreros que trabajan para ellos. Por otro lado, se llegó a determinar que el
efecto de estar casado o soltero, en cerca de 16 países, no varió el nivel de
felicidad en el 25% de las personas casadas y el 21% de las solteras, quienes
se definieron como “muy felices” en ambos grupos.
Así las cosas, las circunstancias
de la vida como el dinero o el estado civil no son la clave de la felicidad,
según sostiene Lyubimirsky.
El verdadero elemento decisivo es
nuestro comportamiento.
La verdadera clave no consiste en "cambiar" nuestra genética(de todos modos no lo podemos hacer) ni cambiar las
circunstancias de vida de nuestro pasado, sino en ejercer el poder para
desarrollar actividades deliberadas que nos hagan felices todos los días.
Tenemos el potencial de poder
controlar en un 40% nuestro estado de felicidad, un 40 por ciento de
oportunidades para aumentar o disminuir ese nivel a través de lo que hacemos y
pensamos.
¿Estaremos en disposición de
delegar nuestra felicidad en las circunstancias que no se pueden cambiar ya o
no dependen de nosotros o queremos hacer valer el poder que llevamos dentro
para decidir ser felices conscientemente?...